24.2.08

El camino de los bivalvos. Punta Umbría. Huelva



Ha bajado la marea y deja un rastro de cárdenas conchas que enlosan la arena. Los esqueletos son pisados con celo. La línea corre paralela al agua y a la duna, en móvil simetría. El sol ha caído al fondo, abandonado tras la madera podrida del galeón del siglo XIV o XVI, recién aparecido. No hay nadie, no hay ni luz artificial en treinta minutos rapsódicos. La paralela es dibujada por la distancia entre la plenitud y el acecho oscuro del mar y de la noche. Un negro escalofrío alumbra la mezquindad autobiográfica. El miedo real y el gozo real van sepultando los cadáveres de los moluscos. Pasa el tiempo prestado cuando la luna sale entre tinieblas y se aproxima el final. Ha habido al inicio algún paseante, algunos pescadores acompañados de un perro, todos lejanos. Ha habido una mujer descalza andando en la orilla. Ha sido un día de una gratitud irremediable.


4.2.08

Pisaje y paisanaje. Quito, Ecuador


Salgo hacia el parque de la Carolina. Llueve en el invierno de Quito. El invierno es la lluvia en el ecuador. Ya en la calle, a cada edificio el piso cambia como si el arquitecto quisiera prolongar los engendros construidos más allá de sus empujes verticales. Un tramito es de asfalto, otro de baldosas rotas, otro es directamente el recuerdo de una pista de patinaje. Vigilo los charcos con mis gafas empañadas y empiezo a circunvalar el circuito de la Carolina, anegado de manera regular cada 300 metros. Cuando reconozco los embalsitos alzo la vista y veo que con quien me cruzo, sea él o ella, me mira a los ojos, en catalán dicen de “fit a fit”, sin escrúpulos. Los policías que entrenan en las pistas o en una especie de minihipódromo que hay en el parque, no.
Los eucaliptos, que después vi multiplicados en el camino hacia Otavalo despiden su aroma a chicle de clorofila de manera bárbara (pronúnciese la á tónica como los estadounidenses lo hacen con la palabra bar).Se confunde el olor con el perfume matinal excesivo de otros. Adelanto a dos mujeres con paraguas largos, italianos sin duda sin duda y ahora plegados, pero rítmicos en su acompañamiento. Es posible que la altitud me esté subiendo las pulsaciones.
El día siguiente es claro. El parque se llena esta vez de practicantes deportivos. Aparte de las réplicas personales multiplicadas en género, edad y ritmo de la jornada anterior, veo zumbar a ecuatorianos de aspiraciones atléticas y rostros desencajados y me espanto de mi lentitud. Está claro que no es un problema de pulsaciones ni del mojado invierno quiteño. Tampoco el suelo o la temprana hora tienen la culpa. Cada vez estoy más persuadido que es un problema de alimentación.