Vuelvo derrengado la mañana del domingo por las calles que otros consideran extrañas. Algunos viven por debajo de tus pies mientras que otros se asoman al precipio cotidianamente. Debajo de tus pies y asomados al precipicio literalmente. Mientras que unos hablan de no lugares y otros descubren las periferias, recorro paisajes de la infancia entre el azogue del asfalto y las pulsaciones desmembradas, claras señales de indeclinable decadencia física. Sé que el paseo es una forma de ejercitar consciente la soledad y por eso los ojos no se me cierran únicamente por el sol. Veo ejércitos de niños y calles sucias y sin alfastar y una leve sensación de desasosiego que no se despega de mis suelas. No puedo desentenderme, poner un pie fuera y observar. Ya no oígo las voces de las madres, de los borrachos. Las voces han desaparecido y son irrecuperables. Estoy en un páramo edificado, entre construcciones silentes y desconchados eternos. La desidia de los unos y los otros se ha convertido en mera retórica estetizante, sí, pero contraria a la belleza decadente o a los espectáculos de la putrefacción. La desidia se aguanta con alfileres, blancas lanzas de batallas viejas.
Noroeste
Hace 1 año
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