
El dolor puede ser algo disociado del resistir, que es la esencia del corredor: aguantar, fortalecer, aguantar, esperar sufriendo, agonizar. Se sufre cuando no se corre o no se tienen ganas o no se puede cumplir lo propuesto o se tiene la mente en otra parte, no vagando sino enfocada en algún problema que te absorbe al que no puedes darle la vuelta y que debes utilizar como la gasolina que te empuja y espolea. La vida va por otro sitio, como siempre, más importante que tu esfuerzo o tu resistencia. Y así ni la Barceloneta, ni la suave brisa, ni el azul intenso, ni la timidez perdida del sol de invierno, ni el ameno recorrido, ni el agua a disposición, ni los extensos tramos sobre tierra, ni el raro rastro de la Barcelona que fue y que hollas, ni los fulgores(¿) de la que viene, ni los niños jugando, ni la pareja amándose, ni la variedad de paisanos ni la ausencia de turistas ni los motivos publicitarios (el próximo atardecer, el grupo de jóvenes despreocupados, la partida de dómino, el anciano sin camiseta, el perro corriendo al borde del agua) ni absolutamente nada es capaz de sacarte el sufrimiento otro, lo que te reconcome y te roe. Pero sigues, aprietas y te cuesta más que nunca y rebuscas y encuentras algo que te ayuda a sufrir o a soportar el sufrimiento. Algo así como que no hay más remedio que seguir corriendo porque te dices que pase lo que pase nada ha de perturbar tu paso y porque pase lo que pase sólo así te encontrarás bien. Que no hay más remedio que admitir que el sufrimiento, el cansancio, la mente despejada, la relajación, el buen humor deben ser transpuestos a lo demás que te ocurre, esto es, a la puta vida y que esta tiene ahora un apéndice ancestral en forma de carreras, cansancios, exhibiciones y penosos tiempos y evoluciones.